Hace muchos años, más o menos medio siglo, cuando yo era un chavalín lleno de vida, inocencia, ilusión y esperanza, ir al campo a visitar a mis abuelos maternos con mi madre y mis hermanas, bien a pie, en bicicleta o montados en el carrito tirado por mi adorada e inolvidable burrita Margarita era para mí una aventura fascinante que hacía latir con fuerza mi corazoncito y llenaba de endorfinas de felicidad mis jóvenes neuronas ávidas de información. Era como ir a un zoo, había muchos animales y yo no me cansaba de observarlos: tres vacas, un mulo yeguar, un caballo, un verraco descomunal, varias cerdas de cría con lechoncillos, gallinas, palomas, pavos, pintadas, ovejas, perros y gatos. Ahhh, se me olvidaba, también había tortugas de tierra, alguna casi centenaria, que mi abuelo criaba en un gran corral de chumberas cerrado con una pared de piedra seca. A veces me enseñaba las pequeñitas recién salidas del huevo. Me ponía una en la mano y yo la miraba fascinado y emocionado. ¡Eran tan bonitas!
Aquí me tenéis con un añito recién cumplido en el carro tirado por Margarita. Era nuestro vehículo familiar. Entonces en el pueblo sólo tenían coche el alcalde, el párroco y algún ricachón.
Con mi abuelo paterno en el corral de casa. Él tenía 67 años y yo tres o cuatro. Fijaos en mis piernitas y mi vientre abultado. Los que sois médicos como yo sabéis lo que significan: raquitismo severo y desnutrición. Sobran los comentarios. Ahora, mirando esta fotografía entrañable, se me parte el alma y no puedo evitar que se me humedezcan los ojos. Sólo comíamos un poco de carne o pescado los domingos al mediodía. ¡Cuanta miseria y cuánta hambre en los años 50 hasta que se inició el boom turístico y las Islas Baleares empezaron a salir del tercer mundo!
Otra foto entrañable con mi abuelo paterno en el corral de la casa donde nací y me crié. Por curiosidades del destino ambos llevábamos el mismo nombre y los mismos dos apellidos. En la destartalada jaula inclinada que parece la Torre de Pisa mi madre criaba tres o cuatro gallinas para aprovechar los desechos de la cocina que completaba con un poco de salvado de trigo mojado con agua. Yo tenía tanta hambre que me comía parte del salvado robándoselo a las gallinas. La verdad es que estaba muy bueno. El arbolito que se ve detrás de mi abuelo era un melocotonero borde nacido de un hueso que alguien tiró a la tierra del pequeño jardín que rodeaba el corral. Daba pequeños melocotones muy aromáticos.
Con mi hermana mayor. Ella fue como una segunda madre para mí. Me adoraba. Me cuidaba. Me mimaba. Me quería tanto que cuando yo rompía algo se daba la culpa a ella misma para que mis padres no me castigasen. Ahora es una feliz madre de siete hijos y abuela de otros tantos nietos. En mi niñez tenía el pelo rubio, pero con los años se fue oscureciendo hasta hacerse castaño. Fijaos que tengo un gatito entre las manos. Me crié entre gatos, eran mis juguetes y mis mascotas a la vez.
En mi primera comunión estaba tan delgado que con siete años sólo pesaba 17 kilos. Tres años después acabé postrado en la cama durante seis meses por una tuberculosis muy avanzada que casi me mata. Tenía el hígado y los pulmones completamente invadidos por el bacilo y no paraba de vomitar. Recuerdo que me miraba en un espejo y me veía más amarillo que los chinos que salían en los tebeos por la ictericia. De hecho el primer día de tratamiento entré en coma, tenía una fiebre altísima, no podía moverme ni hablar y si abría los ojos lo veía todo negro. Mis oídos sin embargo, como les ocurre a todas las personas que entran en coma, estaban bien despiertos. Escuchaba perfectamente todo cuanto hablaban mis padres y el médico del pueblo, que me velaron durante toda la noche. Don Juan Pizá les decía a mis padres que yo estaba muy grave, que seguramente no llegaría a la madrugada y que se fueran haciendo a la idea de que moriría en cualquier momento. Mi madre no paraba de llorar y mi padre salía de la habitación para que no le vieran. Estaba muy mal visto que los hombres llorasen. Yo quería gritarles que no era verdad, que no me moriría. Al ser monaguillo sabía que sólo se morían los viejos a los que el párroco y yo íbamos a administrar la extremaunción. Los niños no se morían. Y no me morí. Aquí estoy dándoos la tabarra con mis escritos.
Era más grande el traje de marinero que yo mismo. Cabían dos juanes. En mi semblante y en mis ojos podéis adivinar una tristeza sutil, lo que en la actualidad llamaríamos una depresión infantil, que me llevó a perder por completo el poco apetito que siempre había tenido y finalmente tres años después me arrastró a las puertas de la muerte. En realidad estaba llorando por dentro. Son cosas muy íntimas que sólo yo entiendo. Mirando fijamente mis propios ojos de niño logro retroceder en el tiempo de mi vida y entrar de nuevo en mi alma infantil. Es como un auto-psicoanálisis que me parte el alma y me hace sentir de nuevo todo el dolor que sentía entonces. Escribo esto con lágrimas en los ojos.
Y volviendo a lo que os decía al principio, siempre que íbamos a ver a mis abuelos maternos que vivían en un pequeño cortijo a tres kilómetros del pueblo, mi abuelo cogía unas tenazas enormes de madera que él mismo había fabricado, recolectaba con ellas un cubo lleno de higos chumbos del corral de las tortugas y luego nos llamaba diciendo: "Voleu pegar una panxada de figues de moro?" (¿Queréis daros un atracón de higos chumbos?) "Siiii", le contestábamos sus nietos y sobre un bloque de arenisca iba pelando los higos chumbos uno a uno sin temor a pincharse, pues tenía las manos muy callosas por su duro trabajo de campesino. ¡Qué ricos! Nos sabían a gloria. Comíamos hasta hartarnos y aunque fuera con los frutos de un cactus mexicano lográbamos llenar nuestro siempre famélico estómago de niños de posguerra.
Pelar higos chumbos es muy sencillo. Tras meterlos en un cubo lleno de agua y removerlos con un palo para que se desprendan las espinas y se reblandezcan las que no se desprendan, se les hace un corte en cada extremo y otro a lo largo.
Luego se despega la piel de la pulpa.
Y ya está pelado. Sólo falta coger la pulpa con la mano y comérsela a mordiscos.
Tiene una consistencia crujiente y un sabor dulce, afrutado y refrescante.
Se come todo, semillas incluidas.
Y como el ave fénix, tras curarme completamente de la tuberculosis, reviví del infierno de mi tristeza de niño y tuve una adolescencia llena de salud. Aquí me veis con 16 años con una gran cabellera que a los 30 años desapareció de mi cuero cabelludo y me dejó más calvo que una bola de billar. Cosas de la testosterona.
Y aquí a mis 23 años en una fiesta de disfraces con otros estudiantes, acabando ya la carrera de medicina. ¡Qué maravilla de dentadura tenía entonces!, ¿verdad?