Beata mater quae me genuit
Beneïda sigui la mare que em va parir
Benditaé a naique me deu
Bedeinkatuamaknoraspertzekomeda
Benditaé a mãe quemedeu
Bénie soitla mère quim'a enfanté
Blessed is themother who boreme
Selig istdie Mutter, diemich gebar
Benedetta è la madre che mi ha partorito
Gezegend isde moeder dieme te vervelen
Välsignadärmamman somföddemig
Ευλογημένοςείναι η μητέραπου μεγέννησε
Herinimamaambaye alichukuamimi
Ferice demamacare maplictisesc
Si amigos, mater, madre, mare, nai, amak, mâe, mère, mother, mutter, moeder, mamman, mháthair, matka, majka, майката, мать, мати,μητέρα, mama, mor, ... el vocablo, ya sea monosílabo, disílabo o como mucho trisílabo, se repite con escasas variaciones en practicamente la inmensa mayoría de idiomas descendientes del sánscrito indoeuropeo ancestral, la lengua original de la que proceden algunos de los idiomas más hablados de la Tierra. En el actual idioma hindi, heredero directo del sánscrito, la antigua palabra indoeuropea MÁTA (madre) ha dado lugar a "MÁDER". En el idioma armenio la palabra suena como MAIE. Incluso en árabe, cuando un niño quiere llamar a su madre, dice OM (mamá) que es un diminutivo de AMBA (madre). En lengua maltesa con una fuerte influencia del árabe la palabra es OMM. En algunos de los idiomas más hablados de África, como el swahili y el zulú, se repite la m, MAMA y UMAMA. En chino suena como MO, en vietnamita como ME y en coreano OMEÑ. Se repite pues invariable la M con escasas excepciones, como en el gallego actual en el que se ha impuesto el diminutivo coloquial NAI (mamá) procedente del latín vulgar matre con sustitución fonética de la m por una n, mientras que en su idioma hermano portugués se conserva la m MÂE. En otros idiomas también predomina la N, como en el tágalo de Filipinas, NANAY, en turco ANNE, en húngaro ANYA, etc, etc...
Pero no sólo compartimos vocablos parecidos para referirnos a la mujer que nos dio la vida. Nuestra madre nos enseñó la primera palabra de nuestro vocabulario para que supiéramos como llamarla, pero de ella obtuvimos mucho más que palabras. Heredamos 23 cromosomas, la mitad de su genoma y tambien otras cosas tan importantes como sus genes para sobrevivir: su metabolismo a través del cromosoma mitocondrial que sólo se encuentra en el óvulo femenino y sus microbios, si amigos, SUS MICROBIOS, su flora vaginal y calostral.
Cuando en un esfuerzo titánico consigue hacer pasar nuestra evolucionada y enorme cabeza humana y nuestros anchos hombros humanos por su estrecho canal del parto simiesco de mona en evolución, nuestro cuerpecito estéril queda impregnado con una muestra completa de los microbios simbiontes de su vagina, es decir, obtenemos de ella nuestra primera flora cutánea, que vivirá sobre nosotros durante toda nuestra vida, nos dará nuestro olor personal característico igual al de nuestros hermanos y nos defenderá del ataque y/o invasión de microorganismos patógenos.
Nuestros microbios maternos han evolucionado con nosotros y sobre nosotros durante millones de años, forman parte de nuestro ser, sin ellos no podríamos sobrevivir. Formamos una simbiosis perfecta. A cambio de su protección nosotros les alimentamos con nuestro sudor, nuestra grasa cutánea, nuestras células descamadas. De ahí que una higiene exagerada y obsesiva de nuestra piel sea más un inconveniente que una ventaja. Debemos lavarnos con regularidad pero dejando siempre una muestra de microbios suficiente para mantener una flora cutánea equilibrada y SANA. La higiene excesiva destruye nuestra flora y favorece la invasión de microorganismos inadecuados, algunos claramente agresivos para nuestra piel. Tras una ducha normal en la que se elimina entre un 40 y un 80% de nuestra flora cutánea simbionte, en pocas horas nuestra piel vuelve a ser colonizada por los microorganismos que han sobrevivido escondidos en nuestras glandulas sudoríparas, sebáceas y apocrinas y recuperamos de nuevo el equilibrio y la protección.
Como os decía nuestra piel tiene un olor personal y característico que depende mucho de la proporción entre los diferentes microorganismos simbiontes que la forman heredados de la vagina de nuestra madre. Pero lo que huele no son nuestros microbios, son sus deyecciones, las sustancias de desecho que ellos eliminan tras alimentarse de nuestras secreciones sudoríparas y sebáceas y de nuestras células cutáneas muertas, que por si mismas son prácticamente inodoras a nuestro atrofiado olfato humano, pues no somos capaces de oler de una manera consciente nuestras feromonas humanas. Los animales menos evolucionados, que conservan un rinencéfalo poderoso, sí huelen sus feromonas y lógicamente también las nuestras, como ocurre con nuestros perros y gatos domésticos, que nos reconocen perfectamente sin necesidad de vernos ni oírnos por nuestro olor personal y sobretodo por nuestras feromonas personales.
Y hablando de animales, las hembras reconocen como propios a sus hijos por su olor característico, el mismo que desprende su propia vagina. El ejemplo más típico es el de las manadas de ñúes, cebras, búfalos y gacelas. Cada hembra reconoce sin ninguna duda a su propio retoño, aún estando rodeados por miles de otros retoños. Nada más nacer, tanto la madre como el hijo casi lo primero que hacen es olerse mutuamente para grabar en su memoria la impronta de su olor. Cuando durante las migraciones un potrillo de cebra se separa de su madre y la busca desesperado entre las miles de hembras de la manada, todas al olerlo lo rechazan a veces con violencia, incluso si ellas mismas han perdido a su propio hijo. La madre lo busca con la misma angustia oliendo a todas las crías que se encuentra, pero no acepta ninguna que no huela como su potrillo.
Lógicamente con el paso de los años la flora cutánea de una persona va cambiando sutilmente por la interacción con otros humanos. Así por ejemplo los dos miembros de un matrimonio llegan a compartir exactamente la misma flora cutánea y también su olor personal, que comparten también con sus hijos. Seguro que muchos de nosotros hemos notado como todos los miembros de una misma família parecen oler igual y no es debido al gel de baño que comparten, sino a sus microbios simbiontes.
Es muy típico el tópico de que las mujeres tienen un sexto sentido, una intuición especial, un olfato peligroso y la verdad es que es muy cierto. A pesar de tener el rinencéfalo practicamente tan atrofiado como los hombres, conservan, como hembras-madre que son, la capacidad olfativa suficiente para reconocer a sus hijos por su olor, aún no siendo conscientes de ello, como tampoco son conscientes del motivo por el que sospechan que su marido les ha sido infiel al detectar una sutil diferencia en su olor personal por haberse "contaminado" con la flora cutánea de alguna amante.
Y no acaba aquí la generosidad de nuestra madre. Tras soportar con paciencia y resignación los nueve meses de embarazo con todas sus innumerables molestias: náuseas, vómitos, reflujo gastroesofágico, polaquiuria, mareos, lumbalgias, ciatalgias, varices, hemorroides, estrías y las dolorosas patadas del feto contra el hígado, la vesícula biliar, el estómago y los riñones una vez se ha dado la vuelta y se ha colocado cabeza abajo a la espera de ser expulsado, viene el doloroso parto, mucho más penoso y difícil que el de cualquier otra hembra de mamífero, pues por desgracia la evolución de nuestro gran cerebro y nuestros amplios hombros va unos pasos más adelantada que la evolución de los huesos de la pelvis femenina y ello ocasiona que sea muy complicado hacer pasar el feto por el estrecho canal del parto. Deberán transcurrir algunos cientos de miles de años más para que la pelvis de las hembras humanas se ensanche lo suficiente y deje de ser muchas veces mortal para ellas algo tan natural como parir hijos. Todo llegará. También en unos cuantos milenios perderemos la capacidad simiesca de separar los dedos de los pies, los cuales se harán cada vez más cortos y las muelas del juicio dejarán de atormentar a nuestros descendientes, desapareciendo para siempre de las mandíbulas humanas. Es también más que probable que los machos humanos sean cada vez menos velludos y que la barba acabe desapareciendo de sus caras, al no ser necesaria su función de carácter sexual secundario identificativo de su madurez reproductiva.
Como os decía la generosidad de nuestra madre va más allá de engendrarnos, parirnos y regalarnos nuestra primera flora cutánea. Durante el embarazo las glándulas mamarias se van preparando para alimentar al hijo que va a nacer, pero no se limitan a producir leche sin más, sino que la enriquecen con anticuerpos para que el recién nacido pueda defenderse del ataque de los microbios patógenos más frecuentes que se va a encontrar fuera de su madre y también, incluida en la primera leche o calostro, le regala su primera flora digestiva muy rica en lactobacilus simbiontes, que poblarán su boca y todo su tubo digestivo hasta el ano, le ayudarán a digerir la leche haciéndola más asimilable y le protegerán del ataque de microorganismos patógenos que pretendan invadir su boca y sus intestinos.
Maravillosas nuestras madres, ¿verdad?